El plan Colombia: ¿un modelo de intervención?

El plan Colombia: ¿un modelo de intervención?

 

Juan Gabriel Tokatlian[*]
Marzo 2001

Toda la región andina sufre simultáneamente agudos problemas de diversa naturaleza. Las muestras de conflictividad social en el área tienden a acrecentarse y es patente la incapacidad de los regímenes democráticos de procesar seculares demandas ciudadanas insatisfechas. En ese contexto, el caso de Colombia es indudablemente el más catastrófico. Colombia sobresale por la dimensión de su crisis, aunque no es un ejemplo aislado y solitario: los Andes viven en condiciones de ingobernabilidad, lo cual presagia peligrosos cataclismos institucionales.

Para que Colombia no se convierta en un laboratorio de ensayo de modalidades de intervención militar, nuestros países -en especial, los de América del Sur- deben asumir un papel protagónico en la resolución de la crisis colombiana por la vía diplomática. El país hoy merece y necesita el tipo de solidaridad política hacia América Central que prevaleció en Contadora y no de soberbia militar que desplegó la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), en Kosovo ni de elucubraciones que lleven a invocar el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR).

La región andina atraviesa una honda crisis de impredecibles consecuencias: Colombia es apenas la punta del iceberg de un enorme témpano de problemas acumulados en su manifestación y postergados en su solución. De hecho, los Andes se han convertido, desde los noventa y en el comienzo del siglo XXI, en el mayor foco de inestabilidad e inquietud continental. En materia política, se destacan el autogolpe de Alberto Fujimori en Perú, la caída constitucional de Carlos A. Pérez en Venezuela, la salida política de Abdalá Bucaram en el Ecuador, el cuasi-desplome de Ernesto Samper en Colombia y la llegada al poder del ex golpista Hugo Banzer, en Bolivia. El descalabro social que llevó al derrocamiento de facto de Jamil Mahuad en el Ecuador, la ambición autoritaria de la cleptocracia establecida por Fujimori en el Perú, la delicada incertidumbre institucional generada por Hugo Chávez en Venezuela, los crecientes inconvenientes de todo orden que vive Bolivia, la explosiva situación que confronta Andrés Pastrana en Colombia, son indicadores elocuentes de que los Andes están viviendo un torbellino.

En materia militar, el mayor enfrentamiento limítrofe del hemisferio se dio entre el Ecuador y el Perú, y la frontera más tensa del continente es, en la actualidad, la de Colombia y Venezuela. En el tema de los derechos humanos, y en comparación con cualquier otra región de América, la zona andina es aquella en la que más sistemáticamente se violan; Colombia y Perú son los casos más dramáticos. En la cuestión de las drogas, los Andes concentran el cultivo, procesamiento y tráfico de coca del continente y las cinco naciones (junto con México) son los actores claves en el negocio ilícito de los narcóticos. En materia de corrupción, en el área se encuentran algunos de los países con los mayores niveles en el mundo, destacándose los casos de Bolivia, el Ecuador y Venezuela.

En el tema ambiental, los países andinos muestran altos y preocupantes grados de degradación; en especial del espacio amazónico que comparten con el Brasil. En términos socioeconómicos, todas las naciones andinas exhiben alarmantes índices de desempleo, marginalidad, pobreza e inseguridad con bajos indicadores de calidad de vida, escaso y volátil crecimiento, fuerte concentración del ingreso y exigua inversión. En los cinco países por igual, aunque con variaciones, se exacerbó en la última década el desmoronamiento parcial del estado.

Adicionalmente, en el escenario de la pos Guerra Fría, es en la región andina (particularmente en el Ecuador, el Perú y Venezuela) en donde los militares han guardado más incidencia política y gravitación corporativa. Asimismo, la Comunidad Andina de Naciones (CAN) está cada día más replegada. Por último, el mundo andino es cada vez más dependiente de Washington en lo material y político y cada vez más distante del Cono Sur en lo cultural y diplomático. La esfera de influencia[1] de Estados Unidos se está desplazando de su tradicional mare nostrum -la amplia Cuenca del Caribe- y se proyecta con más fuerza en el vértice andino del continente sudamericano.

En resumen, toda la región andina sufre simultáneamente agudos problemas de diversa naturaleza. Las muestras de conflictividad social en el área tienden a acrecentarse y es patente la incapacidad de los regímenes democráticos de procesar seculares demandas ciudadanas insatisfechas. En ese contexto, el caso de Colombia es indudablemente el más catastrófico. Colombia sobresale por la dimensión de su crisis, aunque no es un ejemplo aislado y solitario: los Andes viven en condiciones de ingobernabilidad, lo cual presagia peligrosos cataclismos institucionales.

Así, entonces, el tratamiento de la crisis de Colombia servirá potencialmente de modelo de intervención externa en los asuntos internos del hemisferio. Asimismo, allí se pondrá en juego cómo y cuánto aporta nuestra área (América latina), región (América del Sur) o zona (Cono Sur) a la resolución de ese caso. El ejemplo más difícil -Colombia- debe ser abordado y no evitado: sólo así se podrá observar si la diplomacia de nuestros países ha madurado lo suficiente como para enfrentar con mayor autonomía relativa los desafíos del nuevo siglo.

Sobre el conflicto armado en Colombia

2 Las conversaciones entre el gobierno de Andrés Pastrana (1998-2002) y la insurgencia de las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC) han oscilado entre el estancamiento virulento, el despegue ambivalente y los avances sorpresivos, mientras el diálogo de la administración con el Ejército de Liberación Nacional (ELN) no se ha concretado todavía. Es probable que los contactos formales y las conversaciones nominales se produzcan con logros parciales, pero no está claro cómo evolucionarán las negociaciones concretas en el mediano plazo. Para entender las posibilidades de éxito de una paz elusiva, resulta insoslayable preguntarse por la naturaleza cambiante de la guerra en Colombia.

Una hipótesis para contemplar es el deslizamiento de la guerra irregular colombiana hacia una guerra civil, hacia una guerra separatista o hacia un nuevo tipo de guerra. En cada escenario, el componente internacional es fundamental.

Respecto de la guerra civil, y con base sobre un detallado estudio empírico que analiza el desarrollo y la conclusión de 41 guerras internas entre 1940 y 1990, Walter plantea que la gran mayoría de las guerras civiles durante ese período no culminaron en una mesa de negociación, sino con en el exterminio o con la capitulación de una de las partes (Walter 1997;1999). Al refutar tanto la perspectiva racionalista que postula que los cálculos costo-beneficio de los actores armados son los que dificultan un acuerdo pacífico a un conflicto, como la perspectiva idealista que señala que las emociones y los valores envueltos en una guerra civil son los que impiden alcanzar una salida no bélica, afirma que la alternativa negociada exitosa se logró sólo cuando una tercera parte, externa al conflicto, respaldó de modo decisivo un compromiso entre las partes.

La sensación de enorme vulnerabilidad militar de los participantes de un enfrentamiento armado y la desconfianza frente al otro, dificultan los compromisos serios. El miedo y la inseguridad de los adversarios obstaculizan la salida negociada. Sin embargo, si las partes están en un contexto de simetría y acuerdan un proceso de transición en el que el cumplimiento de lo convenido sea garantizado por un tercer actor, entonces es bien probable alcanzar la resolución pacífica de un conflicto. Es preferible, de acuerdo con Walter, que el garante sea un estado determinado.

Para que la participación del tercero sea creíble es necesario que se reúnan tres condiciones: primera, que el estado interviniente tenga intereses tangibles en el país en guerra; segunda, que esté dispuesto a usar la fuerza, incluso militar, para garantizar el cumplimiento de las promesas firmadas. Y tercera, que demuestre constante firmeza.

En ese sentido, y si el caso de Colombia sirve de ejemplo para lo aquí expresado, es probable que una tercera parte con poder incuestionable e intereses específicos, como Estados Unidos, juegue un rol decisivo en ese país. Por eso, es evidente el incremento de la intervención indirecta de Washington en los asuntos colombianos en la actualidad, mientras no es descartable la amenaza palpable y hasta el uso explícito de la fuerza por parte de Washington en el largo plazo para forzar una eventual solución a una prolongada y envilecida guerra. Esto no quiere decir, por lo tanto, que se esté ad portas de un intervencionismo militar unilateral de Estados Unidos en Colombia. La intervención directa de Washington en el caso colombiano es más ominosa que inminente.

Paralelamente, Heraclides (1997) sostiene que las guerras separatistas son “confrontaciones armadas entre un estado soberano e independiente y un movimiento de base regional que intenta separarse de aquél o busca una forma amplia de gobierno propio en el nivel territorial”. Para el autor, éstas no deben confundirse con las guerras de carácter étnico o religioso. Sólo se necesita un actor regionalmente poderoso con voluntad y capacidad de desafío combativo al estado central para que se presente un conflicto armado con visos separatistas. Las modalidades de separatismo oscilan entre la desunión, que significa incorporarse a otro estado existente, la secesión, que implica crear un nuevo estado, o el autogobierno, que es la fórmula de mayor autonomía posible bajo un mismo estado.

El caso de la desunión, aunque realmente improbable e inverosímil, podría producirse si el gobierno del presidente Hugo Chávez de Venezuela, además de declarar la neutralidad frente a la guerra interna y de otorgarle implícitamente status beligerante a la guerrilla en Colombia como lo ha hecho, pretendiera asimilar territorios contiguos a la frontera que hoy cuentan con alta influencia y control de la insurgencia colombiana[3].

Los escenarios de la secesión o del auto gobierno en Colombia son menos extravagantes. El peor escenario de la secesión transformaría a Colombia en una suerte de Yugoslavia latinoamericana; el mejor escenario del auto gobierno la convertiría en una especie de Suiza confederada. Entre uno y otro escenario hay un abismo y sobresalen situaciones intermedias ambiguas con implicaciones distintas. Cualquiera sea el escenario resultante, es imperioso asumir que, para bien o para mal, el futuro de Colombia afectará la geopolítica hemisférica y regional, estará muy ligado con las nuevas formas de injerencia, amenaza coercitiva y uso de la fuerza, e incidirá sobre la evolución política y militar del continente.

Cabe destacar que, según Heraclides, al contrario de las guerras revolucionarias que, en su mayoría, culminan con la derrota militar de una de las partes, las guerras separatistas parecen más aptas para el compromiso. Luego de estudiar 70 conflictos de este tipo entre 1945 y 1996, el autor señala que el 21% de ellos terminó en un triunfo militar del estado y el 10% en una victoria del contrincante. El 31% finalizó de manera negociada mediante formas diferentes de gobierno independiente o gobernación autónoma. El resto se caracteriza por casos superficialmente congelados pero con violencia intermitente o por la prolongación de combates sin salida de ningún orden. Paradójicamente, si el caso del conflicto armado en Colombia tuviese connotaciones separatistas, éste -siguiendo el argumento de Heraclides- podría tener más probabilidad de resolverse por vía de la negociación.

Finalmente, la delicada situación colombiana puede ser vista como la expresión de un tipo de conflicto desconocido en el continente. Allí, desde hace varios años la guerra carece de principios; lo que no augura una paz con honor. Esta guerra sin principios tiene las características de lo que Kaldor denomina “nueva guerra” (Kaldor 1999); es decir, obedece a las modificaciones que desde los ochenta ha mostrado la violencia organizada en el mundo. En estas nuevas guerras, exacerbadas con el avance de la globalización, la distinción entre lucha revolucionaria, crimen organizado y violación de los derechos humanos se ha hecho borrosa. En efecto, el proceso globalizador en lo político, económico y militar ha erosionado la autonomía del estado y está conduciendo, en muchos países, a su desintegración. Esto, a su vez, ha reducido de modo drástico la capacidad estatal de usar legítimamente la fuerza.

Las diferencias entre las nuevas y las viejas guerras se da en varios aspectos. Primero, los objetivos ideológicos se eclipsan; no se trata ya de luchas orientadas a la liberación nacional, estimuladas por proyectos emancipatorios de naturaleza amplia, sino de la reafirmación de particularismos que tienden hacia la fragmentación y la exclusión. Segundo, las estrategias de combate cambian; los grupos armados combinan tácticas de guerrilla (búsqueda de dominio territorial a través del control político de las personas) y de contrainsurgencia (desestabilizar al oponente mediante el miedo y el odio). Por lo tanto, la estrategia de guerra predominante se ha vuelto una conjunción de férreo dominio de la población que adhiere y masiva expulsión y aniquilamiento de la población que difiere.

Tercero, el escenario de la confrontación ya no se presenta con enfrentamientos entre unidades de dos bandos opuestos, sino con el entrecruzamiento de insurgentes, paramilitares, “señores de la guerra” (warlords), grupos criminales, policías, mercenarios y ejércitos. Todos estos actores operan de manera descentralizada y mediante un esquema mixto de confrontación y cooperación, incluso entre aquellos que se suponen adversarios.

Cuarto, la economía de la guerra se ha alterado. En medio de una globalización que genera fuertes desequilibrios económicos, mayor inequidad entre grupos sociales y un estado debilitado, los agentes armados de distinto signo imponen una economía del saqueo a los ciudadanos a través de la extorsión, el contrabando de mercancías lícitas e ilícitas (drogas, armas, petróleo, diamantes, etc.) y los impuestos (legítimos e ilegítimos) de diverso tipo.

El caso de Colombia presentaría características salientes de este nuevo tipo de guerra. Por ser un conflicto armado en el que crecientemente se confunde la guerra política, la violencia criminal y la violación sistemática de los derechos humanos, cualquier solución a largo plazo supone el genuino remedio de esa realidad. La mezcla de intervención militar explícita, ajuste económico vehemente y atención mediática circunstancial sólo prolongaría la conflictividad. La verdadera solución debería ser política, legal y económica y debería contribuir a fijar un renovado y democrático pacto nacional. De lo contrario, se extenderá y profundizará la violencia y sólo se arribará a una paz frágil y falsa.

Sin embargo, más allá de estas tres hipótesis, en el caso colombiano una verdadera catástrofe humanitaria se esconde tras un conflicto que nos parece cotidiano e incomprensible (Tokatlian 2000a). Los datos no pueden ser más elocuentes[4].

Durante la última década, la violencia política se expresó con casi 10 muertos por día. Aproximadamente el 10% de los municipios del país está totalmente destruido por las guerrillas. El paramilitarismo, por otro lado, es el gran responsable de las mayores masacres cometidas contra la población civil desarmada. Desde los ochenta, el número de desaparecidos por motivos políticos supera 4.000. Sólo entre 1995 y 2000, se han llevado a cabo unos 12.000 secuestros a manos de los actores armados, de la criminalidad común y hasta de los cuerpos de seguridad del estado. En toda la década de 1990, la cifra de homicidios superó los 250.000. Desde 1996 se ha manifestado un éxodo al exterior de casi 300.000 colombianos. En los últimos tres lustros se ha producido el desplazamiento interno forzado de más de 1.500.000 personas. Entre asesinados, mutilados, secuestrados, desplazados y reclutados, más de 1.000.000 de niños son víctimas de la guerra. La gran mayoría de estos hechos queda impune.

Esta situación humanitaria puede llegar a alentar (y justificar) una injerencia externa en los asuntos colombianos. No hay unanimidad en Estados Unidos ni un consenso definitivo entre ese país y América latina sobre la mejor salida del conflicto armado colombiano. Sí hay relativo acuerdo en cambio sobre los potenciales efectos continentales negativos, en particular entre los países vecinos, de la situación crítica por la que atraviesa el país andino.

Washington, con un tácito consentimiento latinoamericano, ha ido desplegando una modalidad inédita de intervención indirecta en el caso colombiano. Por un lado, se observa el intervencionismo de viejo cuño, típico de la Guerra Fría: como en su momento en El Salvador, ahora Estados Unidos apoya militarmente (asistencia, armas, entrenamiento, información, etc.) a un país afectado por una guerra interna cada vez más cruenta. La mayor importancia geopolítica de Colombia, su dimensión territorial, demográfica y económica y la combinación de diferentes amenazas (narcotráfico, crimen organizado, guerrilla, terrorismo, paramilitarismo) han contribuido a que la ayuda estadounidense a Bogotá se torne masiva y creciente.

Por otro lado, se advierte el intervencionismo de nuevo tipo pos Guerra Fría: presión y apoyo (según el caso) a los países limítrofes para crear un “cordón sanitario” diplomático y militar alrededor de Colombia, por una parte, y desarrollo de planes de contingencia para un potencial uso mayor de la fuerza con la eventual participación de países amigos de Washington, por otra parte.

Este modelo dual viene perfeccionándose en los últimos años y tiene varios componentes. Entre ellos cabe destacar el aumento de la ayuda de seguridad a Colombia; la elevación del perfil de Colombia como “país-problema” en el plano hemisférico e internacional; el crecimiento de una diplomacia regional destinada a movilizar a los países del área en estrategias de contención del fenómeno colombiano, y el incremento de una retórica oficial unificada en torno de la presencia de una amenaza “narcoguerrillera” inexorable en Colombia.

Potencialmente, este nuevo intervencionismo en Colombia podría adoptar tres formas. Primero, la “intervención por imposición”: contra la voluntad de los colombianos y a pesar de los esfuerzos de negociación interna, Washington concreta una coalición ad hoc que decide involucrarse militarmente en el país andino para establecer un nuevo “orden”. Segundo, la “intervención por deserción”: el estado colombiano no puede contener el conflicto armado interno ni garantizar la soberanía nacional, lo cual sirve de excusa para que Washington encabece una coalición interventora temporal hasta fortalecer el poder establecido en Bogotá. Y tercero, una “intervención por invitación”: un gobierno electo solicita colaboración externa ante la imposibilidad de preservar, de modo autónomo, el orden interno, la unidad nacional y la institucionalidad democrática. Así, militares colombianos más fuerzas extranjeras dirigidas por Estados Unidos y compuestas por varios países del hemisferio, actuarían conjuntamente con la esperanza de evitar una implosión nacional.

Aunque hoy despierten un justificado rechazo, no habría que desechar la probabilidad política de que alguno de estos escenarios se contemple seriamente, siendo el último el menos improbable. Ahora bien, todo análisis de factibilidad política requiere de una evaluación militar concreta al momento del uso directo (unilateral o colectivo) de la fuerza. En ese sentido, es importante apreciar el tema de la intervención desde la perspectiva militar.

De acuerdo con estudios recientes sobre guerra interna e intervención externa, el momento de la injerencia es esencial[5]. Según los especialistas, una confrontación armada nacional se desarrolla en tres fases. La primera se caracteriza por el predominio ofensivo, es decir, los contendientes se pertrechan en términos de armas, se proyectan en términos de territorio y se afirman en términos políticos. La segunda fase se define por la preponderancia defensiva, es decir, los antagonistas tienen defensas fortalecidas, controlan espacios estratégicos y elevan los niveles de combate. La tercera fase vuelve a estar dominada por la ofensiva, es decir, los contrincantes siguen luchando, pero están exhaustos, y no es claro quién pueda vencer.

La relativa precisión de cada fase y el tránsito de una a otra dependen de la calidad de la información de inteligencia, de la certeza sobre el poderío armamentístico de las partes, del conocimiento correcto de la moral de combate de los beligerantes y del cálculo político veraz de la situación social, económica e institucional interna.

Los estrategas consideran que una intervención directa tiene más posibilidades de éxito si se actúa en la primera o en la tercera fases; desplegar fuerzas del exterior en la segunda fase puede ser un error de costosas consecuencias. La intervención en la primera fase buscaría evitar el escalamiento incontrolado del conflicto, la intervención en la segunda podría llevar a que los acérrimos oponentes internos, paradójicamente, se unan contra la intervención externa, mientras que la intervención en la tercera fase aprovecha que los combatientes están debilitados y el país se encuentra estancado.

Asimismo, los analistas mencionan un fenómeno recurrente en los casos de intervención. Si bien para el contingente intervencionista es menos peligroso operar en la primera o tercera fases de un conflicto, la opinión pública internacional tiende a presionar una intervención en la segunda fase cuando el dramatismo y la brutalidad de los combates es ascendente, cuando la confrontación se conoce (y se ve) más en los medios de comunicación y cuando se produce mayor polémica sobre las condiciones humanitarias de un país en guerra.

A mi entender, el caso colombiano ha ingresado en la segunda fase y se exacerbará aun más con el renovado arsenal bélico de la guerrilla, el paramilitarismo y el narcotráfico, así como con la aun más intensiva asistencia militar de Estados Unidos en los próximos años.

El Plan Colombia de Estados Unidos

Ya se encuentra en ejecución la multimillonaria asistencia de seguridad de Estados Unidos a Colombia: en 2000 el Congreso en Washington autorizó 1.319,1 millones de dólares para responder a una guerra interna compleja y degradada. El componente B del denominado “Plan Colombia” -plan diseñado en 1999 en la Casa de Nariño por sugerencia de la Casa Blanca- se aplicará luego de un intenso debate en Washington, una tenue discusión en Bogotá y un preocupante mutismo en el hemisferio.

El “Plan Colombia” de 7.500 millones de dólares del gobierno de Andrés Pastrana tiene, hasta ahora, tres piezas. El componente A es interno, es el más cuantioso y tiene por objeto reducir los efectos negativos de la crisis que vive el país mediante medidas de acercamiento del estado hacia las áreas más afectadas por la violencia. Esta suerte de Plan A dentro del macro “Plan Colombia” apunta a fortalecer la presencia institucional en el territorio nacional. En su diseño está implícita la idea de la “zanahoria”: la pacificación por vía del contacto estatal con la comunidad y por medio de una salida negociada.

El Plan B es la ayuda de Estados Unidos; Washington ofrece más de lo mismo, pero en más corto tiempo y para otro destinatario. En efecto, entre 1989 y 1999, Colombia recibió más de 1.100 millones de dólares en asistencia antidrogas y de seguridad. Ahora, el país recibirá un monto muy alto, pero en 2 años, y el receptor principal será el ejército y no la policía como lo fue en la década de los noventa. Se trata del “garrote” (complemento de la “zanahoria”). La lógica subyacente es que sólo más poder de fuego y más despliegue espacial de las fuerzas armadas pueden equilibrar el creciente poderío territorial de la guerrilla y la enorme influencia regional del narcotráfico. Si en los últimos 10 años, con todos los recursos de seguridad estadounidenses brindados a Colombia se elevó como nunca antes la violencia de todo tipo, la violación de los derechos humanos y el desquiciamiento de la guerra, nada augura que en el próximo bienio no se agudicen esos mismos problemas.

El “Plan Colombia” de Estados Unidos tiene unos componentes precisos. El paquete específico para Colombia llega a 860,3 millones de dólares. De ese total, la asistencia militar asciende a 519,2 millones de dólares y la ayuda policial alcanza a 123,1 millones de dólares. En ese sentido, se trata de fortalecer a las fuerzas armadas (tres nuevos batallones para operar en el sur del país; 16 helicópteros Blackhawk y 30 helicópteros UH-1H Huey; y mejores instrumentos de combate y comunicación) para que efectivamente asuman una postura más ofensiva en la guerra, y de mejorar la capacidad de la policía en el combate contra las drogas (2 helicópteros Blackhawk y 12 helicópteros UH-1H Huey; entrenamiento para labores de fumigación; etc.). Otras categorías contempladas son: desarrollo alternativo (US$ 68,5 millones), ayuda a los desplazados (US$ 37,5 millones), derechos humanos (US$ 51 millones), reforma judicial (US$ 13 millones), aplicación de la ley (US$ 45 millones) y paz (US$ 3 millones). El resto del paquete de US$ 1.319,1 millones -es decir, US$ 458,8 millones- se desagrega en dos grandes categorías: ayuda a otros países vecinos de Colombia (US$ 180 millones) y recursos a ser usados directamente por autoridades estadounidenses (US$ 278,8 millones). Respecto de esta última categoría, US$ 276,8 millones son para el Departamento de Defensa (mejoramiento de las bases del Ecuador, Aruba y Curaçao; programas de inteligencia rutinarios y clasificados; equipamiento de radares, entre otros). Si se descompone el total general del paquete en sus diversas piezas, destinatarios y propósitos, se tiene que aproximadamente un 75% se orienta al fortalecimiento bélico en la ya longeva e ineficaz “guerra contra las drogas”; guerra que cada vez más toma el carácter de “lucha anti-narcoguerrillera” en la nomenclatura de Washington.

El Plan C es el aporte europeo a la paz. Esta porción del “Plan Colombia” representa la contribución al mejoramiento de las condiciones sociales en las regiones donde el estado ha estado menos presente. Europa no tiende a resolver nada, sino a compensar los costos de políticas erradas, particularmente las inducidas por Washington. Este componente no es nuevo: Europa siempre ha prometido “otro” aporte -lo hizo desde 1990 mediante un acotado Sistema de Preferencias Andino/Drogas-, “otra” mirada -la de la corresponsabilidad en materia de drogas- y “otro” espíritu, a favor de los derechos humanos y la paz dialogada. Y, como en otros momentos, no hay mucho que esperar de esas promesas [siempre superan las acciones]. La contribución estatal europea ha sido más simbólica que práctica. La Mesa de Donantes reunida en Madrid en julio de 2000 lo corroboró: sólo España (US$ 100 millones) y Noruega (US$ 20 millones) comprometieron recursos para el “Plan Colombia”. Meses más tarde la Unión Europea decidió aportar 105 millones de euros para el período 2000-2006 como forma de apoyo institucional al proceso de paz y con el fin de alcanzar la defensa de los derechos humanos, la protección ambiental y la sustitución de cultivos ilícitos. La gravitación diplomática, material y estratégica europea ha sido, es y será mucho menor que la de Washington.

En ese contexto, Colombia parece necesitar con urgencia un Plan D: uno capaz de resolver seriamente, y no sólo contener en el corto plazo, la guerra que padece. Ese Plan D debería ser convenido por los colombianos y contar con el apoyo de los latinoamericanos. Colombia necesita una Contadora perentoriamente. Una Contadora que revalorice la negociación y el compromiso por sobre las armas y las promesas. Una Contadora que se impulse desde el Cono Sur y que revierta el silencio de América latina y la parálisis de América del Sur.

Un Plan D político es imperioso porque ni la cercana asistencia militar estadounidense ni la distante participación europea prometen superar la situación existente. La Contadora para Colombia necesita, a su vez, trascender el plano estatal: es indispensable una alianza de la sociedad civil colombiana no armada, de actores políticos y sociales gravitantes latinoamericanos, de sectores democráticos en Estados Unidos y de grupos progresistas europeos. Ello bien podría repolitizar la crisis en Colombia: volver a politizar el comportamiento del estado y la conducta de la guerrilla. Esta opción, aún no genuinamente ensayada, puede facilitar una potencial salida a una desoladora guerra.

La internacionalización de la guerra o de la paz

Es incuestionable que el conflicto armado en Colombia tiene una relevante dimensión internacional. Las posibilidades de paz y guerra se ven condicionadas por aspectos externos (consumo creciente de drogas en las naciones más industrializadas; provisión masiva y clandestina de armas; la política exterior de Estados Unidos; el auge del crimen organizado transnacional, la incertidumbre institucional en toda el área andina, los roces recurrentes con los países vecinos), mientras el drama humanitario interno tiene cada vez mayor impacto regional y resonancia mundial. Subrayar la magnitud de la tragedia colombiana no puede conducir a justificar algún tipo de injerencia militar, pero sí debe motivar una mesurada intervención política. Colombia necesita una nueva Contadora, es decir, un amplio apoyo diplomático con liderazgo de América del Sur y a favor de una solución política negociada.

La urgencia de una Contadora para Colombia se debe evaluar en el marco de una situación estratégica novedosa en la zona. En ese sentido, la presencia de William Clinton en Cartagena a finales de agosto de 2000 en el contexto de una visita de 10 horas a Colombia simbolizó el cruce de una delgada línea: Estados Unidos pretende asegurar su esfera de influencia más allá de la Cuenca del Caribe. La breve visita a Colombia del presidente de Estados Unidos fue inmensamente significativa. El encuentro entre William Clinton y Andrés Pastrana selló una situación estratégica, más que una relación individual, que inaugura un momento novedoso en las relaciones interamericanas. En efecto, esta corta cumbre encerró múltiples mensajes para distintas audiencias bajo un telón de fondo común: el caso Colombia está definitivamente politizado y allí se dirime una compleja lucha por el poder que trasciende los bordes de esa nación.

En términos de su política interna, el presidente Clinton ubicó el conflicto colombiano y su efecto para la seguridad de Estados Unidos en un lugar de alta visibilidad pública; mostró que es capaz de aplicar la mano dura en la “guerra contra las drogas”; intentó fijar una política de estado (bipartidista, integral y de largo alcance) frente al caso colombiano y buscó aplacar a los que ven en el trato a Colombia el inicio de un nuevo Vietnam. En términos de las relaciones entre Washington y Bogotá, la visita fortaleció a Pastrana en la coyuntura interna pero restringió su margen de maniobra externo en el mediano plazo, implicó un fuerte golpe político contra la guerrilla, y legitimó una creciente incidencia de Estados Unidos en los asuntos colombianos.

En términos regionales, el viaje reafirmó la preferencia por el unilateralismo de Estados Unidos en materia hemisférica, entorpeció la cumbre de presidentes sudamericanos organizada por el Brasil en esa época, contribuyó a la identificación de Colombia como el mayor problema de seguridad en el área, y reforzó la creciente militarización andina y amazónica para contener las consecuencias de la crisis colombiana.

Ahora bien, lo fundamental es que Washington ya domina su mare nostrum caribeño y que ahora busca un control efectivo en los Andes, en esa “tierra nuestra” de América del Sur. Así, la definición de alianzas y equilibrios zonales es clave. Estados Unidos fuerza un cordón sanitario alrededor de Colombia con el concurso resignado de Panamá y el Ecuador y el respaldo ambivalente del Perú. Panamá, estrecho aliado de Estados Unidos, ha armado sus límites. Cabe recordar que de acuerdo con la Enmienda De Concini incorporada al Tratado de Neutralidad bilateral (adjunto al Tratado Torrijos-Carter sobre el Canal), Washington se reserva la posibilidad de “actuar contra cualquier amenaza dirigida contra el Canal o contra el tránsito pacífico de naves”. Esto implica que si guerrilleros, paramilitares o narcos colombianos afectan con sus actos el Canal, Estados Unidos puede invocar la Enmienda para legitimar un despliegue militar en Colombia. El Ecuador, que vive una delicada situación interna y ha escogido la dolarización de su economía, acepta de facto el plan Colombia de Washington porque obtiene US$ 81,3 millones: US$ 20 millones para labores antidrogas y US$ 61,3 millones para el mejoramiento del sistema de radares del aeropuerto Eloy Alfaro.

Entre los países pequeños más cercanos a Colombia, Estados Unidos cuenta con respaldo implícito o explícito. Por ejemplo, Nicaragua, vecino marítimo de Colombia, aprovecha el contexto para avanzar sus reclamos sobre el Archipiélago de San Andrés y Providencia, de soberanía colombiana, pero donde se producen marginales brotes secesionistas. Jamaica, Honduras, Haití, Costa Rica y República Dominicana -cada vez más afectados por el narcotráfico-, vecinos marítimos de Colombia, no cuestionan ni el plan Colombia ni la militarización del gran Caribe impulsada por Washington con el argumento de la lucha contra las drogas. Hacia el norte de Colombia, en las áreas menos inmediatas, la perspectiva no parece tampoco consoladora. Algunas islas del Caribe se han alineado con Estados Unidos: Washington brindará, dentro del plan Colombia, US$ 10.3 millones y US$ 43,9 millones para el mejoramiento de los sistemas de radar de los aeropuertos Reina Beatrix en Aruba y Hato International en Curaçao, respectivamente. Cuba, por su lado, viene jugando un papel discreto y constructivo: Castro ha propiciado una actitud de diálogo dentro del ELN y trata de usar su menguado ascendiente sobre las FARC para que eviten llevar a Colombia al desastre. México, por su lado, oscila entre el respaldo y el distanciamiento: en los años recientes la diplomacia mexicana ha buscado deslindarse de Colombia y así mostrar, con la mirada puesta en Washington, la diferencia entre ambos en materia de drogas y de insurgencias.

Hacia el sur de Colombia, Bolivia (que recibirá US$ 110 millones del Plan Colombia y para quien Clinton solicitó la condonación total de su deuda externa de US$ 4.500 millones), en silencio, acompaña a Estados Unidos. Chile permanece expectante, sin condenar categóricamente a Washington y apoyando, de hecho, el plan Colombia. La diplomacia de la Argentina fluctúa entre la asepsia y el escepticismo; formalmente respalda la paz, pero no hace mucho por Colombia ni censura a Estados Unidos. El sur del Cono Sur está geográficamente distante de la situación colombiana y políticamente menos inclinado a criticar con vehemencia a Washington. Sus intereses inmediatos tradicionales no parecen estar en juego, pero eso es un error estratégico mayúsculo. Se viene precipitando una gran inestabilidad en el mundo andino en general que más temprano que tarde afectará la región en su conjunto. Narcotráfico sin control, insurgencias poderosas, crimen organizado creciente, colapso parcial del estado, mayor presencia militar de Estados Unidos, rivalidades encendidas, violencia urbana en auge, pobreza extendida y desigualdad alarmante configuran un cuadro que producirá más inestabilidad, más violación de los derechos humanos, más desplazados, refugiados y migrantes, menos atractivos para la inversión externa, más autonomía militar sobre el poder civil, entre otros. Buenos Aires y Santiago parecen operar como si fuesen islas democráticas consolidadas.

En América del Sur, asimismo, las posturas del Brasil y Venezuela, aunque por motivos no exactamente idénticos, convergen cada vez más. Venezuela ha fortificado sus límites con Colombia. Fricciones complejas e incidentes recurrentes alimentan una situación delicada en la que se conjugan un histórico litigio en el Golfo de Venezuela, recientes manifestaciones separatistas en departamentos colombianos como Norte de Santander y Vichada y el “espíritu bolivariano” que comparten el presidente Hugo Chávez y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC. En el caso de Caracas, pesan hoy tanto los múltiples problemas fronterizos como el peligro de un efecto dominó en medio de una situación venezolana convulsionada y un deseo de distanciarse de Washington en varios frentes.

El Brasil ha incrementado sus dispositivos militares fronterizos de manera notable. Una frontera porosa sirve a guerrilleros y narcotraficantes por igual, mientras una creciente presencia de asesores estadounidenses en Colombia pone en serio alerta al país: si se quiere expresar metafóricamente, narcos y boinas verdes por igual son percibidos como amenazas para un país que históricamente ha tenido sus fronteras delimitadas sin dificultades y sin peligros inminentes. No hay que olvidar, a su vez, la enorme expansión del narcotráfico en el Brasil: allí hay claras manifestaciones de más consumo de drogas, más rutas de transporte, más descubrimiento de cultivos ilícitos, más violencia urbana ligada al crimen organizado, etc.

Cabe subrayar, sin embargo, que Colombia no es Vietnam. La intervención militar directa de Estados Unidos no está en el horizonte inmediato. Sí crece y aumentará la intervención militar indirecta de Estados Unidos. En ese sentido, Colombia se parece más a El Salvador pero multiplicado y más intrincado: más tamaño, más significación, más asistencia de seguridad, más complejidad. Pero Colombia, los colombianos y colombianas no armados no necesitan ni del paradigma Vietnam ni del paradigma El Salvador; Colombia requiere una nueva Contadora que resuelva políticamente la guerra interna en ese país.

Bush y Bogotá

A pesar de que el tema de la degradada guerra en Colombia no ocupó un lugar destacado en la campaña presidencial estadounidense de 2000, George W. Bush tendrá posiblemente en ese país andino uno de los primeros y primordiales desafíos de su política exterior. Las tendencias estructurales de las relaciones colombo-estadounidenses señalan una situación tormentosa y enredada. Las designaciones individuales y su fórmula vicepresidencial refuerzan un potencial escenario de mayor conflictividad.

En efecto, el sexteto principal de colaboradores vinculado con aspectos diferentes de la estrategia internacional de Washington tiene mucho en común. Dick Cheney (vicepresidente), Colin Powell (secretario de Estado), Donald Rumsfeld (secretario de Defensa), John Aschroft (secretario de Justicia), Condoleeza Rice (consejera de Seguridad Nacional) y Robert Zoellick (representante comercial) son bastante parecidos: poseen estructuras mentales y códigos referenciales más propios de la Guerra Fría que de la globalización; son, en el fondo, más ideológicos que pragmáticos; se ubican, en general, mucho más a la derecha que al centro; se tientan más con la ominosa amenaza de la fuerza que con la prudente diplomacia; procuran la primacía económica, la suficiencia militar y la unilateralidad política de Estados Unidos en detrimento de un esquema multipolar balanceado, multilateral y estable; y poseen formación y experiencia en los “enemigos” históricos de Washington (Rusia) y los estados “forajidos” (Irak, Libia, Corea del Norte) y un franco desconocimiento de América latina.

Este sexteto no es decididamente aislacionista en el sentido de que prefiera un repliegue diplomático de Estados Unidos, una menor injerencia militar externa y una mayor concentración en los asuntos sociales y económicos internos. Es, más bien, ambigua y modestamente internacionalista: entiende que Estados Unidos es una superpotencia con intereses y obligaciones en el sistema mundial; defiende el uso de la fuerza en el exterior, siempre que ello garantice un triunfo expeditivo en su ejecución, nítido en su resultado y sin costos propios; y busca ventajas externas (económicas, tecnológicas, militares y políticas) que consoliden la fortaleza interna de Estados Unidos.

En ese contexto, una previsible política hacia Colombia podría contener dos fases o dos componentes no necesariamente excluyentes. El gobierno Bush inicia su estrategia criticando la política antidrogas de Bill Clinton y rescatando algunos aspectos puntuales del denominado Plan Colombia de 1.319 millones de dólares de asistencia. Asimismo, politiza aun más el caso colombiano: considera que la auténtica amenaza del país se deriva de una insurgencia económica, territorial y militarmente fuerte y no sólo del narcotráfico y la criminalidad organizada. De hecho, todo se entrelaza y confunde; guerrilla, terrorismo, narcocriminalidad organizada serían, relativamente, lo mismo. Además, presiona al gobierno del presidente Andrés Pastrana para que frene el diálogo político con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, FARC, y se concentre en su combate militar. A cambio, Estados Unidos promete más asistencia militar, técnica y de inteligencia. Para no aparecer saboteando la paz en Colombia, Washington consiente el comienzo de conversaciones con un debilitado Ejército de Liberación Nacional, ELN. La promesa de una convención nacional con ese grupo guerrillero, donde todos los sectores internos hablarían sobre reformas futuras, permite ensordecer el ruido de las balas que el estado, por un lado, y el paramilitarismo, por el otro, intercambien con las FARC. En breve, esta fase primera es barata: los colombianos se disparan por un lado y dialogan por el otro, mientras Estados Unidos interviene indirectamente con más asistencia bélica pero sin bajas militares propias.

Si ese componente de la estrategia para Colombia fracasa, comenzaría el diseño de una segunda fase más vasta. En este caso, crecerían las manifestaciones intervencionistas. Ello se iniciaría con un uso más sofisticado de la tecnología militar y de interdicción: ensayo de nuevas armas (como se vio en Irak, Bosnia y Kosovo); fumigaciones masivas de cultivos ilícitos; apresamiento de guerrilleros, narcotraficantes y paramilitares en terceros países, altamar o fronteras porosas del país (Panamá y el Ecuador, preferentemente); más presencia de mercenarios camuflados como compañías de seguridad privada (como ya lo contempla el “Plan Colombia” de Estados Unidos); incremento de entrenadores en el terreno, etc. De modo gradual, se va legitimando una intromisión mayor y más militar en los asuntos colombianos. Y para ello, Washington necesitará concretar una coalición ad hoc latinoamericana que acompañe su estrategia.

Esto no es un ejercicio de política ficción. Una detenida mirada a las personas involucradas y una atención seria a las señales que se emiten desde Washington le otorga verosimilitud. En este contexto, es preocupante contemplar las señales que en Estados Unidos se emiten en relación con el paramilitarismo en Colombia. El subsecretario de Estado saliente, Peter Romero, ha dicho a principios de 2001 que más temprano que tarde los paras serán parte de la negociación política en el país. En breve, su comentario apunta a otorgarle status político al paramilitarismo. El telón de fondo de sus palabras está dado por la familiaridad de la experiencia de muchos funcionarios de la administración de George W. Bush con la cuestión de los contras. En efecto, el vicepresidente Cheney los estimuló y protegió durante su gestión como secretario de Defensa de Bush padre. Los actuales secretarios de Defensa y Estado, Rumsfeld y Powell respectivamente, estuvieron familiarizados con la contra nicaragüense a finales de los ochenta. El embajador estadounidense designado ante las Naciones Unidas, John Negroponte, fue uno de los creadores y el gran organizador de los contras desde su puesto de embajador de Estados Unidos en Honduras. Otto Reich, el potencial subsecretario de Estado para asuntos hemisféricos, estuvo ligado al escándalo Iran-contras.

¿Estos antecedentes inducen a pensar que los paras se convertirán en la nueva anti-insurgencia mimada de Washington? ¿Es consciente Estados Unidos de las consecuencias políticas, legales y éticas de su apadrinamiento de los paras colombianos? ¿Quiere la Casa Blanca realmente terminar o prolongar el conflicto armado colombiano? ¿Saben los estadounidenses promedio las consecuencias previsibles de una mayor degradación de la guerra en Colombia? Lo único cierto es que un apoyo encubierto o abierto de Estados Unidos a los paras en Colombia significa una profundización de la intervención indirecta de Washington en los asuntos internos.

Una Contadora para Colombia

Es en este contexto que se inserta la conjetura de una salida política para Colombia que evite una internacionalización de la guerra en ese país. Al igual que en la experiencia en América Central, el respaldo a Colombia debería ser útil para ofrecer un diagnóstico realista de la situación del país; debe evitar premisas equivocadas y precisar la naturaleza real de las amenazas existentes. Se necesita un nuevo y honesto análisis sobre el país. Así como en su momento, antes de crearse Contadora, el gobierno de Estados Unidos promovió la redacción del Informe Kissinger sobre América Central, ahora los propios latinoamericanos deben establecer un Informe sobre Colombia para facilitar la labor de la nueva Contadora.

De manera similar, así como la Contadora de los ochenta para América Central pretendía abrir espacios políticos y diplomáticos para que Nicaragua no se perdiera para Occidente, este nuevo intento debería evitar que Colombia se pierda para el continente en términos democráticos. Asimismo, de la misma forma como Contadora para América Central supo desagregar los componentes de la crisis del istmo y definir procedimientos, procesos y políticas específicas y generales, la Contadora para el caso colombiano necesitaría desarrollar una capacidad semejante para entender la simultánea y ambigua yuxtaposición y autonomía de distintos fenómenos violentos en el país.

No obstante, la nueva Contadora debería superar a la anterior en varios aspectos. Primero, en su percepción, por parte de la Casa Blanca y del legislativo en Washington, como antiestadounidense. Sin duda, la Contadora para Colombia debería ser entendida como alternativa válida y valiosa para Estados Unidos. Segundo, si en América Central Contadora sólo se ocupó del conflicto armado político, en Colombia debería aportar a una comprensión diferente de la guerra interna y de asuntos tales como el lucrativo negocio ilícito de las drogas, cuestión crucial en el caso colombiano y ausente en el caso centroamericano. Tercero, si en América Central Contadora aportó una voz diplomática a una crisis básicamente política, en Colombia la nueva Contadora debería ir más allá y presentarse como fuerza dispuesta a presionar con una vasta variedad de instrumentos legítimos una solución global y genuina al conflicto colombiano. Cuarto, en América Central Contadora evitó la propagación de un conflicto de baja intensidad por toda el área, pero no contribuyó a forjar un nuevo pacto democrático en los estados con altos niveles de violencia. En Colombia debería dejar en claro que en el largo plazo no es conveniente que sólo se resuelvan temporalmente los enfrentamientos armados y se deje inalterada la estructura de poder vigente.

En breve, para que Colombia no se convierta en un laboratorio de ensayo de modalidades de intervención militar, nuestros países -en especial, los de América del Sur- deben asumir un papel protagónico en la resolución de la crisis colombiana por la vía diplomática. El país hoy merece y necesita el tipo de la solidaridad política hacia América Central que prevaleció en Contadora y no de soberbia militar que desplegó la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Kosovo ni de elucubraciones que lleven a invocar el Tratado Interamericano de Asistencia Recíproca (TIAR).

Referencias bibliográficas

Heraclides, Alexis (1997), “The Ending of Unending Conflicts: Separatist Wars”, Millenium Journal of International Studies, Vol. 26, Nº 3.

Kaldor, Mary (1999), New & Old Wars: Organized Violence in a Global Era, Stanford: Stanford University Press.

Keal, Paul E. (1983) “Contemporary Understanding about Spheres of Influence”, Review of International Studies, Vol. 9, Nº 3.

Possen, Barry R. (1992), Inadvertent Escalation: Conventional War and Nuclear Risks, Ithaca: Cornell University Press Rosecrance, Richard; Schott, Peter (1997), “Concerts and Regional Intervention”, en Lake, David A. y Morgan, Patrick M. (eds.) Regional Orders: Building Security in a New World, University Park: Pennsylvania University Press.

Tokatlian, Juan Gabriel (2000a), “Colombian Catastrophe”, The World Today, Vol. 56, Nº 1, Enero.

Tokatlian, Juan G. (2000b), Globalización, narcotráfico y violencia: Siete ensayos sobre Colombia, Buenos Aires: Editorial Norma.

Walter, Barbara F.(1997), “The Critical Barrier to Civil War Settlement”, International Organization, Vol. 51, Nº 3

Walter, Barbara F. (1999), “Designing Transitions from Civil War: Demobilization, Democratization, and Commitments to Peace”, International Security, Vol. 24, Nº 1, verano.

Notas

* Profesor en Relaciones Internacionales de la Universidad de San Andrés (Victoria, provincia de Buenos Aires). Ha sido docente en esa disciplina en FLACSO (Sede Buenos Aires) y el ISEN (Argentina). Vivió 18 años en Colombia entre 1981 y 1998. Fue Profesor Asociado (1995-1998) de la Universidad Nacional de Colombia (Bogotá), donde se desempeñó como investigador principal del Instituto de Estudios Políticos y Relaciones Internacionales (IEPRI). Fue cofundador (1982) y director (1987-94) del Centro de Estudios Internacionales (CEI) de la Universidad de los Andes (Bogotá). Ha publicado varios libros y artículos sobre la política exterior de Colombia, sobre las relaciones entre Estados Unidos y América latina, sobre el sistema global contemporáneo y sobre el narcotráfico y el crimen organizado. Su último texto, publicado en Buenos Aires por Editorial Norma, se titula Globalización, narcotráfico y violencia: siete ensayos sobre Colombia. (Regresar)

1. Sobre la importante noción de esfera de influencia en la política internacional véase Keal (1983) (Regresar)

2. Sobre Colombia véase Tokatlian (2000b). (Regresar)

3. Cabe destacar, asimismo, que en 1999 el alcalde de Cúcuta (capital del departamento de Norte de Santander, limítrofe con Venezuela), José Gélvez Albarracín, se mostró partidario de separarse y formar la “República de El Zulia” entre el departamento colombiano de Norte de Santander y los estados venezolanos de Zulia, Táchira y Mérida. El director de la Policía, general Rosso José Serrano, calificó de “desvarío”, “excentricidad” y “traición” este tipo de manifestaciones. Véase El Espectador, 24 de Junio de 1999. Más recientemente, los habitantes de Puerto Careño, capital del Vichada, colindante con Venezuela, le enviaron una carta al presidente Hugo Chávez con una petición de anexión a su país. De acuerdo con un editorial de El Tiempo, esos actos simbólicos que “ahondan el malestar” de las regiones con el gobierno nacional “no deben ser subestimados”. Véase “Donde termina Colombia”, El Tiempo, 12 de Febrero de 2000. (Regresar)

4. Todos los datos acá referidos provienen de informes públicos colombianos e internacionales. Las cifras proceden de documentos oficiales de entidades como la Procuraduría, la Fiscalía, la Defensoría del Pueblo, la Cancillería, así como de organizaciones no gubernamentales colombianas como Fundación País Libre y la Comisión Andina de Juristas, y de instituciones como Amnesty International, Human Rights Watch, entre varias. (Regresar)

5. Véanse, entre otros, Possen Barry R. (1992) y Rosecrance Richard, Schott Peter (1997). (Regresar)

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