El trabajo doméstico como como refugio y resistencia

El trabajo doméstico como como refugio y resistencia

Eliana, la mayor de las dos, de 41 años de edad, es integrante de una organización sindical reconocida en la ciudad por su labor en torno a los derechos laborales y humanos de las trabajadoras del servicio doméstico. Es una mujer menuda, de 155 centímetros de estatura, alegre, bulliciosa, que le gusta cantarle a sus raíces y a su identidad afrocolombiana.

 

Con Iris y Eliana* nos encontramos a las 3 de la tarde de un domingo festivo en una cafetería ubicada en la esquina donde comienzan Las Mellizas, como se llama la calle principal de la parte alta del barrio Buenos Aires, al oriente de Medellín. Y allí, entre café con leche, empanadas, palitos de queso y agua en botella para mitigar la sed, se dio esta conversación.

Ambas son mujeres de raza negra, nacidas en el Chocó, costa pacífica colombiana, territorio que históricamente ha sido disputado por los actores armados, donde la danza de la muerte aun retumba. Y ambas han acudido a la cita para hablar de sus vidas como mujeres afro y sobre sus experiencias laborales.

Eliana, la mayor de las dos, de 41 años de edad, es integrante de una organización sindical reconocida en la ciudad por su labor en torno a los derechos laborales y humanos de las trabajadoras del servicio doméstico. Es una mujer menuda, de 155 centímetros de estatura, alegre, bulliciosa, que le gusta cantarle a sus raíces y a su identidad afrocolombiana.

“Yo nací negra y así ahora soy feliz de serlo, porque antes pensaba que yo había nacido para la mala, por todo lo que me ha pasado en la vida”, comenta con su mirada fija en un solo lugar. “Pero después me fui dando cuenta de que soy buena para muchas cosas. Por ejemplo, soy la Fiscal de la organización sindical, en la que antes fui de la junta directiva. Desde eso para mí empezó una nueva vida, otro mundo, otra historia. Allí fue donde más aprendí, con las demás mujeres con la que trabajé. Este proyecto me permitió empoderarme, como se dice, a pesar de todas las cosas que me pasaron”.

En 1995 Eliana vivía en Tutunendo, Chocó, un municipio de alta afluencia del turismo donde los grupos armados de paramilitares y guerrilla se disputan a sangre y fuego las riquezas naturales de la zona; un campo abonado para que mujeres como Eliana fueran víctimas de todo tipo de afrentas contra sus derechos y su dignidad.

“De niña no pude estudiar, de joven me explotaron sexualmente, y salía de una para entrar en otra. Yo pensaba que me pasaba porque yo había nacido para eso”, dice Eliana, comentando los muchos momentos de su vida en que sintió que nacer negra, pobre, chocoana y sin suficiente educación era la explicación de todos sus infortunios y de su vulnerabilidad frente a los actores armados.

“… No recuerdo mucho de ese lugar —sigue diciendo—. Solamente que yo estaba allí encerrada, bajo el mando de un señor que yo no conocía, ni quería saber quién era. Solo que se enamoró de mí, que me escogió como su pareja y ya, sin yo querer. Y así me tuvo durante un año más o menos”.

Tenía 22 años de edad Eliana cuando fue víctima de aquel confinamiento, o secuestro para llamarlo con un nombre más preciso, entreverado con esclavitud sexual, servidumbre doméstica, trato cruel e inhumano, amenaza de muerte.

Una noche por fin se logró escapar y recuperar a su hijo, que durante todo ese tiempo estuvo al cuidado de su abuela, quien en vista de la ausencia de Eliana tuvo que bautizarlo con sus propios apellidos, es decir, quedó registrado como hermano de Eliana y no como su hijo, un entuerto legal que al día de hoy no ha podido resolver. Y eso es lo que más la atormenta, dice: que su hijo no pueda entender por qué fue bautizado de esa manera.

Liberada de sus captores, Eliana se refugió en Medellín, donde la esperaba otro destino igualmente oscuro: el de empleada del servicio doméstico en condiciones laborales y salariales bastante precarias, rayanas también en la esclavitud. “Soy negra, pobre, desplazada, con mínima educación y sin recursos económicos, entonces aprendí que tenía que ser empleada del hogar, o doméstica, así es como se dice”.

Luego de un tiempo de estar en la ciudad se embarcó en un proceso de invasión de tierras en el sector de Vallejuelos, en las laderas del extremo occidental de la ciudad, donde construyó un rancho de madera y se instaló con el hombre que en ese entonces era su marido. Su suerte quiso que un gran incendio arrasara con su rancho y otros más de la zona, por lo que la Alcaldía le donó una casa en el barrio Manrique Los Balsos, en la comuna nororiental de Medellín, a donde se trasladó con su marido y sus dos niños, porque ya para entonces le había nacido su segundo hijo.

“Como con mi marido siempre tenía peleas y malos tratos, yo cometí el grandísimo error de vender la casita y me fui para el Chocó nuevamente. Se la vendí al municipio porque allí se construía el metro cable. Con la plática puse un negocio de comidas en Tutunendo, sobre todo los fines de semana que era cuando mejor me iba, porque entre semana trabajaba a ratos en la minería, buscando oro. Pero siempre me tenía que estar cuidando de todos ellos (los actores armados).

En su negocio de comidas los mejores clientes eran los hombres del contingente del ejército que tenía allí una base y eran los encargados de cuidar la zona. Hasta el día en que llegaron los paramilitares y tomaron el dominio de la zona. “Entonces nos tuvimos que ir de ahí, porque lo que yo me ganaba lo tenía que repartir con ellos”.

Así que nuevamente tenemos a Eliana en condición de víctima de desplazamiento forzado por cuenta del conflicto armado; y entonces otra vez la vemos rumbo a Medellín a emplearse en el servicio doméstico, su única opción laboral en esta ciudad. Y llegó a vivir de nuevo con su marido, quien en plan de reconciliación le propuso que volviera con él a un rancho que tenía.

“Actualmente vivo con él, pero cada uno tiene claro que cada quien hace su vida”, dice Eliana, cuya situación laboral también mejoró notablemente en el 2013, cuando consiguió un empleo que le garantiza un ingreso superior al salario mínimo, e incluye la seguridad social integral. Ahora puede ver el mundo desde una perspectiva más halagüeña, concluye.

Dice también que gracias al apoyo que recibió, y sigue recibiendo, del sindicato y de varias organizaciones de mujeres de la ciudad, ya sabe que no nació para ser de malas, y eso le da felicidad. “Hoy hago parte de una organización en la que las mujeres buscamos el reconocimiento a nuestra propia dignidad”, concluye.

Las vicisitudes de Iris

Iris tiene 21 años, y asiste a la cita en la cafetería en compañía de su bebé de dos años de edad, que duerme plácidamente en sus brazos. También asiste para saber, por boca de Eliana, acerca del sindicato y el proceso organizativo de mujeres que, como ella, luchan por el reconocimiento de sus derechos. Al fin de cuentas Iris está recién llegada a Medellín, procedente también del Chocó.

“A veces, por el calor que hace, creo que estoy en el Chocó”, dice, refiriéndose al cambio climático y al bochorno que hace, al tiempo que bebe un sorbo largo de la botella de agua, sin esconder la ansiedad que le produce hablar de su situación.

Iris tiene dos hijos hombres, de 6 y 2 años respectivamente. Y también, como Eliana vivía en Tutunendo, donde, a comienzos del año 2013, fue seducida por un hombre que la colmó de regalos y de amores, tanto que al poco tiempo le propuso que se fuera a vivir con él, junto con sus dos hijos.

Solo que la armonía en tal convivencia duró poco, dos meses si acaso, al cabo de los cuales Iris empezó a recibir malos tratos, amenazas, golpes, insultos. “Estuve con él casi un año. Me obligaba a tener relaciones sexuales en el momento que él quisiera, y era como su esclava doméstica, y me decía que si intentaba volarme mataba a mis hijos. Por eso me aguanté y me quedé. Me di cuenta que él era un guerrillero reconocido en la zona, y eso me dio mucho más miedo. Hasta que decidí volarme. El 25 de marzo de 2014 tomé la decisión. Esperé que saliera de viaje, porque cuando él salía de viaje, a hacer labores políticas, según decía, se demoraba días en regresar”.

Ese día se fue directo a casa de su madre a ver a sus hijos, y con el menor de ellos tomó el primer bus que salió para Medellín. “Tuve que dejar a mi hijo mayor y ese es mi mayor miedo: que ese hombre se dé cuenta que todavía está por allá y le haga algo. Por eso ahora estoy aquí buscando un trabajo que me permita estar tranquila con mis dos hijos”, dice Iris. Como también dice que no quiere repetir la historia de Eliana, que las mujeres merecen una estima, un reconocimiento, un lugar que les permita vivir libres y en paz.

Publicada 22 de julio de 2014.

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