Ocho años en primera persona de DAS

Ocho años en primera persona de DAS

Voz de locutor. Eso fue lo primero que pensé cuando el hombre preguntó “¿es usted Claudia Julieta Duque?”. El conductor de la ruta del colegio de mi hija, fue lo segundo, cuando me interrogó por ella, con sus dos nombres y apellidos. En ambas oportunidades contesté “sí, a la orden”. Pero cuando empezó la sarta de insultos, amenazas y la descripción detallada de lo que le harían a mi niña por haberme “metido con el que no era”, sentí una descarga eléctrica que recorría todo mi cuerpo, y seguí escuchando, pasmada, hasta que dijo: “le vamos a esparcir los dedos por su apartamento, su hija va a saber lo que es sufrir, perra”.

 

 

 

“Claudia Julieta Duque ha tenido una relación tormentosa y difícil con el DAS. Si se llegara a comprobar siquiera el uno por ciento de lo que se dice del G-3 contra ella, ahí sí que merecería una disculpa”.

 

Felipe Muñoz, director del DAS, 4 de mayo de 2010.

 

Recuerdo que entre los agravios e intimidaciones pensé en negociar con el locutor, informarle que yo me rendía y haría lo que quisiera, rogarle que a ella no la tocara, decirle que si quería me entregaba esa misma noche en el lugar que dispusiera para que hiciera conmigo todo lo que anunciaba haría con ella, que yo me ofrecía para la tortura siempre y cuando a ella, a mi hija, no se atreviera jamás ni siquiera a mencionarla.

El desespero se apoderó de mí y yo, que hasta ese momento había logrado conservar un mínimo equilibrio durante los últimos dos años, en los que era usual encontrar en mi contestador mensajes con gritos desgarradores que sólo podían ser de gente torturada, otros más con música de funeral, algunos en los que me gritaban “gonorrea”, “hijueputa”, “te vamos a picar viva”, “maldita”, “estúpida”, “ponga voz de mujer”, o me anunciaban en medio de carcajadas que se habían robado a mi hija, que ella no volvería “nunca más”… yo, que había sabido mantenerme lúcida a pesar de los ochos meses de insomnio, de los múltiples y constantes seguimientos, del secuestro de julio de 2001, del intento de desaparición del 13 de octubre de 2004, de las burlas del Ministerio del Interior y el DAS ante mis denuncias, del silencio que siguió a mis descubrimientos sobre la responsabilidad de esa entidad en la persecución en mi contra, de todos los miedos juntos, me quebré. Me quebré como me quiebro cinco años después mientras escribo estas líneas.

Colgué el teléfono y de inmediato intenté hablar por avantel con algún miembro de la Corporación Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo (CCAJAR), organización para la que trabajaba desde agosto de 2003. Pero el servicio estaba bloqueado y en la pantalla aparecía un mensaje de “restringido”, pese a que sólo un minuto antes había recibido la llamada que cambiaría mi vida en forma definitiva, cuyo recuerdo aún hoy me causa el mismo shock, el mismo terror, el mismo dolor. Sin pensarlo mucho traté por los teléfonos fijos pero el resultado fue el mismo: ni siquiera daban tono de marcado.

Corrí a la sala y busqué el celular que había comprado pocas horas atrás porque sabía que era urgente conseguir un medio de comunicación seguro y desconocido para quienes me perseguían. Por fin pude hablar con Soraya Gutiérrez, para entonces presidenta del CCAJAR, y en medio de un llanto incontenible pero en voz baja para que mi hija no se enterara de lo sucedido, le conté de “la llamada”. Ella me pidió el número desde el que ésta se había realizado, 310 5692455, y otra abogada, Pilar Silva, se encargó de verificar si éste existía, si era real.

Tal y como está consignado en el libreto elaborado por el Departamento Administrativo de Seguridad (DAS), cuyo original reposa hoy en la carpeta 54, folio 170, del expediente mal conocido como de las “chuzadas”, el locutor se encargó de responder y desviar la responsabilidad de la amenaza hacia la Policía Nacional, hecho que hasta ahora no ha merecido ningún pronunciamiento de esa entidad. El locutor respondió al coqueteo de Pilar, quien segura de que lo engañaba, le preguntó: “mi amor, ¿dónde estás que se oye tanto ruido?”. “Aquí, saliendo de la Estación Sexta”, dijo él.

Esa noche, mientras el coordinador del área de Derechos Humanos de la Policía, coronel Luis Alfonso Novoa, hacía acordonar la Estación y el comandante de la misma decretaba acuartelamiento de primer grado para requisar a todos los funcionarios, civiles y policías, que se encontraban en el lugar a las 7.52 p.m. de ese 17 de noviembre de 2004, yo reinicié un peregrinaje absurdo e infame que ya me había obligado a salir del país en el año 2001, y que esa noche me llevó a esconderme en casa de un amigo, para luego salir hacia un apartamento amoblado y a las pocas semanas partir hacia un segundo exilio.

EN POSICIÓN DE ZUGZWANG

Recuerdo que la noche anterior a “la llamada” volví a jugar ajedrez con el DAS. A eso me dediqué durante los meses en que el sueño se ausentó debido a la angustia y al miedo. Yo, ajedrecista desde los 11 años y aficionada a los análisis de partida –o de situación– concluí que estaba cerca de encontrarme en posición de zugzwang, palabra alemana que viene de zug: jugada y zuwang: coacción, y que implica que quien tiene el turno de mover las piezas está en una situación tal que a donde juegue, pierde.

En el expediente de la Fiscalía figuran decenas, sino cientos, de mails ilegalmente interceptados en los que yo compartía con Alirio Uribe, abogado del caso Jaime Garzón, mi temor de perder la partida a través de quien era, es y será siempre mi punto débil: mi hija.

Aunque para saber lo que un hijo significa para un padre o una madre no es necesario pertenecer a ningún grupo criminal al interior del Estado colombiano, alguien en el DAS, de nombre Jair, se encargó de romper las claves con las que Alirio y yo “protegíamos” nuestros mensajes y discusiones sobre el caso Garzón, mi investigación y mis problemas de seguridad, y de allí se desprendieron las órdenes para “finalizar urgente” conmigo y amenazar a mi hija.

La noche del 16 de noviembre, tras esa última partida de ajedrez, en la que yo me vi protegida por un carro blindado que me había dado el gobierno dos días antes y por unas rondas policiales realizadas con eficiencia y compromiso extremos por el sargento Fabio Cepeda, concluí que algo podría pasarle a mi hija si iba al colegio al día siguiente. Por fortuna logré convencer a su papá de recogerla en la madrugada del 17, a una hora en la que hasta los asesinos duermen, bajo la excusa de que ella tenía derecho a conocer a su hermanita recién nacida.

Lo que pasó después, y mucho de lo que sucedió antes, se salvó de la destrucción de los archivos del Grupo de Inteligencia Estratégica 3 (G-3) del DAS y está consignado en el expediente de la Fiscalía, con excepción de la impunidad con que mis denuncias fueron signadas durante los últimos cinco años.

El coronel Novoa, un hombre que le hizo honor al uniforme que portó hasta el año 2008 y que salvó mi vida al menos en dos ocasiones, ordenó triangulaciones y verificaciones de llamadas sobre el teléfono desde el cual fui amenazada. Allí se destacaba un número avantel en el que hasta hace poco contestaba un capitán (recuerdo algunos: Lagos, Tabares) y varios números celulares que resultaron sospechosos para los investigadores de la Policía.

Sin embargo, la fiscal 23 de la Unidad de Derechos Humanos, Marlene Barbosa Sedano, la misma que recientemente dejó en libertad a alias El Cebollero, concluyó en forma extra rápida que el número desde el que fui torturada psicológicamente correspondía a un teléfono público.

En diciembre pasado, cuando conocí la existencia del memorando bautizado por la revista Semana como “manual para amenazar”, lloré durante varios días y noches y recapitulé los dolores de tres exilios y ocho años de persecución y terror, así como el esfuerzo enorme que ha implicado educar y ver crecer a mi hija con el temor que nos impuso la agencia de seguridad del Presidente de la República.

A pesar de todo, hoy mi hija es una hermosa adolescente que ha sabido sacar provecho de cada oportunidad: a sus quince años habla cuatro idiomas y sonríe al sentirse dueña del mundo aunque, paradójicamente, en su propio país jamás ha conocido el significado de la palabra libertad.

Por mi parte, he contado con la suerte de amistades y amores leales y he construido un currículo “internacional”, aunque me acompaña la frustración de no haber podido ejercer mi carrera como y en donde me hubiera gustado: en Colombia.

Durante estos años, mi hija y yo nos hemos fotografiado en cinco de las maravillas del mundo, hemos subido a cumbres nevadas de tan solo dos mil metros de altura y conocido lugares donde el sol se oculta cerca de la medianoche y la gente puede bañarse en los ríos a la madrugada sin correr el riesgo de ser secuestrada.

Sin embargo, en las navidades han estado ausentes la música salsa, la natilla, los buñuelos, y el 31 de diciembre no hemos podido cantar “me voy corriendo a mi casa a abrazar a mi mamá”. Hemos llorado por la ausencia de abrazos y afectos que no hubiéramos nunca querido dejar y nos hemos quejado porque el DAS tiene tentáculos que nos han seguido por doquier… ¿Cuándo terminará todo esto?

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