Reinaldo Villalba, abogado de Iván Cepeda: “A uno a veces le dan ganas de quemar la tarjeta profesional”

Reinaldo Villalba, abogado de Iván Cepeda: “A uno a veces le dan ganas de quemar la tarjeta profesional”

Publicado originalmente en El Espectador: https://www.elespectador.com/el-magazin-cultural/reinaldo-villalba-abogado-de-ivan-cepeda-a-uno-a-veces-le-dan-ganas-de-quemar-la-tarjeta-profesional/

Por: Laura Camila Arévalo Domínguez/El Espectador

Cuando Reinaldo Villalba era niño, su mamá le envolvía una olla a presión para que él y sus cuatro hermanos se la entregaran durante la ceremonia del Día de la Madre que celebraban en el colegio. Las mamás de sus compañeros hacían lo mismo: cuando los paquetes de los demás niños se abrían, salían licuadoras, cubiertos, vajillas y tal vez una nevera para la más afortunada.

Cuando se convirtió en un adulto y entró a trabajar como maestro en el Sumapaz —lugar en el que estuvo durante tres años—, se propuso que ninguno de sus alumnos tuviera que conseguir una olla a presión: era probable que sus mamás no tuvieran y, como su maestro, no quería promover que los regalos fueran utensilios para atender a los demás. Si era el Día de la Madre, el homenaje tendría que ser para ellas y no para sus cocinas: se le ocurrió imitar la dinámica de Animalandia: él interpretó el papel de Pacheco y dos de sus alumnos fueron Bebé y Tuerquita, además hubo presentaciones de canto y música a cargo de otros estudiantes. Pero para él no era suficiente… ¿Y qué más podía hacer? Si no sabía cantar ni bailar ni tenía ningún otro talento. ¡Un poema!, pensó, pero tampoco se sabía ninguno y en la escuela no había libros. “Pues me lo invento”, se dijo, y de ese desafío nació “Prisionero sin madre”, la historia de un hombre de vida desorganizada que terminó en la cárcel. Ahora, Villalba recuerda el poema por partes: “Sentí en mi madre su esencia y mi ser clamaba a gritos su presencia. Una loca y fugaz idea pasó por mi atormentado cerebro…”. Y después cuenta que el preso de su poema coge un cuchillo para cortarse las venas, pero en ese instante “… un sonido escapó de la puerta de mi celda. Entre las penumbras, vi avanzar a una anciana esquelética, algo encorvada, con hilos de plata en sus sienes, que con pasos ansiosos hacia mí se dirigía. Era mi madre, era mi pobre madre (sollozos)”. Y se ríe después de declamar los retazos que recuerda. Ese día, después de las lágrimas al terminar la historia en versos, descubrió que tenía capacidades para la poesía.

Durante los tres años en los que estuvo en el Sumapaz aprovechó los frailejones y el sol que, a veces, se colaba entre el frío del páramo y regalaba algo de calor. Aprovechó la niebla que cubría las montañas, jugó con el humo de su aliento y escribió y escribió hasta llenar un cuaderno de 200 páginas con poemas que salieron de aquella vista y aquellos días. Después, cuando ya estaba en Bogotá, una amiga le pidió prestado el cuaderno. Esa fue la última vez que lo vio. “Se perdió esa producción”, dice, y se burla: “Parece que no fue tan buena porque hasta ahora no he tenido que pelear por ningún plagio”.

Nació el 15 de julio de 1959 en una vereda llamada Altagracia, Cundinamarca. “Debe ser por eso que soy de buen humor”, se interrumpe, y después retoma contando que sus primeros siete años los vivió en la casa de Tránsito León y Esteban Vargas, sus abuelos maternos, que vivían en el campo. Su papá, Reinaldo Villalba, trabajaba en operaciones de aserrado, pero también se formó como dentista: era un “sacamuelas” y hacía prótesis dentales, así que cuando se sintió con la suficiente experiencia, se llevó a su esposa e hijos para Pasca, un pueblo en Cundinamarca donde Villalba y sus cuatro hermanos tendrían educación continua: en las veredas este derecho no estaba (ni está) garantizado, a causa de la intermitencia y disponibilidad de los maestros. Su mamá fue quien se encargó del cuidado y el mantenimiento del hogar mientras su padre trabajaba. Villalba se conmueve: desde que su papá comenzó a ser el dentista del pueblo logró dedicarle tiempo a la lectura, así que el primer mandado que él y sus hermanos hacían era comprar el periódico, El Tiempo o El Espectador, el que encontraran. Las lecturas de su papá, su referente más importante por esos días, lo motivaron a comenzar con sus propios textos: La historia de la gallinita roja y la del Pato patotas. El primer libro que leyó se lo regaló un profesor de tercero de primaria: Veinte mil leguas de viaje submarino, de Julio Verne.

En su casa hacían cuajada, tenían estufa de leña y las reuniones de Semana Santa eran de más de quince personas en las que, por lo general, mataban un novillo. A él le gustaba mirar cuando las yuntas araban la tierra, suspira cuando recuerda que de niño practicó todos los deportes que se le cruzaron y frunce el ceño que anuncia un grito de recuerdo intempestivo, “¡Ay!”, para anotar que lo hizo todo a pesar de una afección respiratoria parecida al asma (de hecho no la recuerda tan bien) para la que tomó durante años un jarabe “delicioso” llamado Quinecitina. Su adolescencia la ubica junto a sus amigos y amigas que, por fortuna, no fueron tan tímidas como él. “Las novias no faltaron”.

El primer día en el que habló para este texto vestía un buzo blanco que se puso encima de una camisa a rayas. Las conversaciones fueron a través de una pantalla, así que sus audífonos blancos y su biblioteca fueron algunas de las cosas que hablaron de él, además de las decisiones que tomó al revelar angustias y alegrías. Casi toda la memoria de su niñez está colmada de una nostalgia que no le duele, más bien parece acariciarle la frente: su ceño se relaja, sus ojos se llenan de brillo y sus suspiros se amontonan. Y se habla de “casi” toda su memoria porque hay recuerdos que borran la relajación de su rostro: la cachetada que le pegó un maestro cuando él tenía siete años. En medio de una formación, sintió un golpe que casi lo tumba, comenzó a llorar y recuerda que ese día, por primera vez, supo qué era sentirse humillado. Le pegaron por jugar con los zapatos de su compañero de enfrente. La segunda sensación era de fragilidad económica: se angustiaba al pensar que su padre, la persona encargada de sostener a la familia económicamente, se muriera. Su madre, según lo que le decía su ansiedad a los siete años, tendría que lavar ropa ajena en la orilla del río frente a una piedra plana.

Villalba se graduó a los 18 años en la Normal Departamental de Pasca. Sus papás lo mandaron para Bogotá y allí se quedó un tiempo trabajando como vendedor de libros y operario en una fábrica de textiles. Ninguna de las dos cosas le gustaban, pero ahí estaba y se esforzaba. La situación se agravó cuando comenzó a escuchar que el ruido del telar que operaba de 10 de la noche a 6 de la mañana se le convirtió en frases burlonas: “Ese no sabe, ese no sabe, ese no sabe, ese no sabe; tá asusta’o, tá asusta’o, tá asusta’o, tá asusta’o”. Se aguantó seis meses y renunció. Durante unas vacaciones su mamá lo llamó para decirle que había una convocatoria para ser maestro, él le pidió que lo inscribiera y viajó a Bogotá para aplicar.

Su relación con la docencia se inició con un curso-concurso en el que necesitaban 136 maestros para zonas que podían ser muy alejadas de la ciudad, pero se esforzó para que su zona no fuese tan retirada: le asignaron la vereda Totuma Baja, por el páramo de Sumapaz. Para llegar a la escuela tenía que, desde Bogotá, subirse a un bus que lo llevaba a un sitio en el que lo recogía un campesino con una yegua. El trayecto era de ocho horas atravesando un páramo en el que, en medio de la lluvia, las patas de los caballos —que además iban cargados de mercado— se enterraban. Para desenterrarlos tenían que bajar la carga y volverla a montar y, en medio de eso, soportar el frío y el dolor de las ampollas de sangre que se le formaban por agarrarse al freno del animal que saltaba y se movía bruscamente. Se animó a hacer el primer viaje, se instaló en la finca que le asignaron —muy cercana a la escuela— y se prometió quedarse tres semanas, viajar a Bogotá, cobrar su mes de salario y no volver, pero Villalba estuvo en el páramo del Sumapaz durante tres años, el total del tiempo al que se había comprometido desde el principio.

Después de terminar, regresó a Bogotá a estudiar Derecho en la Universidad Externado, pero se cambió a la Universidad Nacional en cuanto se abrieron las inscripciones.

En alguna movilización del 1° de mayo, el Comité de Solidaridad de Presos Políticos —la primera y más antigua organización de derechos humanos en Colombia— le propuso defender presos y perseguidos políticos. Él aceptó y allí comenzó su carrera como defensor de derechos humanos: “Si llego a los cuarenta años, me daré por bien servido”, se dijo, y comenzó.

Su vida como penalista no bloqueó su tiempo como maestro, función que siguió ejerciendo hasta los cuarenta años. Fue docente en los colegios más humildes de Bogotá, con excepción de los seis meses en los que quiso probar en un colegio de estrato tres y no aguantó el cambio. “Yo no pertenecía a ese lugar”, pero sí pertenecía a la Escuela Distrital San Vicente Suroriental, uno de los lugares en los que fue profesor. Allí conoció a Gladys Manrique, una de sus alumnas en quinto de primaria.

En 1982 ella tenía once años y la escuela quedaba en la localidad cuarta de San Cristóbal. Jamás pensó que un profesor de 23 años —que era la edad de Villalba en aquella época— fuese a enseñarle que sus figuras de autoridad también debían tratarla con respeto. “Nuestro Reinaldo nos alentó a respetar y hacernos respetar, pero sin darnos órdenes. Éramos niños y necesitábamos de eso que él nos dio: amor y paciencia”. Manrique se aseguró de repetir varias veces una historia que para ella es el símbolo del paso de Villalba por su vida y la de sus compañeros de ese tiempo: los niños de su salón no debían pedirle permiso para ir al baño. Sus necesidades básicas eran inaplazables, así que no tenían por qué sentir miedo ni mucho menos vergüenza. Si alguien quería ir, pues que fuera. Al terminar el año, el profesor mandó a hacer un arroz con pollo y les regaló una cinta roja que decía “Recuerdos de quinto de primaria, concentración distrital San Vicente Suroriental”.

La experiencia de Villalba ha sido distinta con el derecho penal: muchas veces ha sentido que las piernas le fallan y el pulso se le debilita. No puede evitar sentir un vínculo afectivo con sus clientes y puja para no tener que enfrentarse a los ojos de la frustración que produce ver que en este país la justicia se tarda y a veces nunca llega.

Alguno de los días de 1996, Villalba llegó a la oficina y la recepcionista lo recibió con un sobre de manila que habían acabado de dejar. Cuando sintió que el paquete era blandito, preguntó: “¿Esto es un sufragio?”. La recepcionista estaba autorizada a abrir los paquetes que llegaban al edificio, así que con la cara colorada y los ojos llenos de un brillo que delataba su espanto, dijo que sí. En menos de cinco minutos, Villalba terminó en el baño. Su sistema digestivo reaccionó a la amenaza que, según lo que cuenta, le hizo Colombia Sin Guerrilla (Colsingue), una organización paramilitar. Villalba recuerda aquella amenaza y el resto de casos por los que ha estado a punto de no enderezar las rodillas, esas que le temblaron con fuerza cuando sacó de la cárcel a José Ortega García, vicepresidente de la CUT (Central Unitaria de Trabajadores de Colombia), a quien mataron dos meses después en la entrada de su casa: “A uno a veces le dan ganas de quemar la tarjeta profesional”.

Hay un episodio que cuenta en medio de interrupciones, porque lo impresiona y aun parece no convencerse de que eso realmente le ocurrió: el expresidente Álvaro Uribe llegó en 2002 a la Casa de Nariño y en enero de 2003 hizo su primera gira por Europa como presidente de la República. En ese momento, algunos parlamentarios europeos invitaron a varios colombianos a que, de forma paralela a la visita del entonces mandatario, presentaran en el Parlamento Europeo su punto de vista sobre derechos humanos en Colombia. Gloria Cuartas, exalcaldesa de Apartadó; Jorge Rojas, director de Codhes, organización de derechos humanos enfocada en desplazamiento forzado; la mamá y la hermana de Íngrid Betancourt, y Villalba, fueron los invitados. Serían panelistas, pero también asistieron al discurso del expresidente como espectadores. Villalba recuerda que cuando Uribe comenzó a hablar, más de la mitad de parlamentarios se levantaron de sus puestos y salieron en silencio con una bufanda blanca que decía “Justicia en Colombia”. Después de terminar su intervención, el exmandatario tuvo una reunión con la Comisión de Relaciones Exteriores del Parlamento y era pública, pero Villalba y sus compañeros de viaje decidieron no ir. Pensaron que con la presencia en el discurso había sido suficiente, pero, según él, se equivocaron: una europarlamentaria le preguntó a Álvaro Uribe cómo estaban sus relaciones con las organizaciones de derechos humanos. Él contestó que bien, que valoraba y respetaba su trabajo, pero que “por los pasillos del Parlamento Europeo deambulaba un abogado como un fantasma, que era del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo y defendía a la guerrilla.

No dijo el nombre de Villalba, pero el único con esas características que deambulaba por el parlamento era él. Después de ese comentario, muchos le aconsejaron que no regresara a Colombia y se llevara a su familia también para Europa. Él se devolvió en la fecha programada y en su carro, cuando iba para su casa, se fijó en una valla publicitaria que decía: “Disentir del presidente en Colombia es un derecho, hacerlo en el exterior una actitud apátrida”. Un integrante de la CUT que también estuvo en la gira lo llamó para contarle que había encontrado avisos con la frase “Apátrida = muerte”. Años después, en el 2009, Villalba encontró su nombre en los archivos de inteligencia del DAS como el promotor de saboteo de la gira del expresidente en Europa. “Hoy responsabilizo al DAS de muchas acciones, como mandarle una muñeca decapitada a una compañera de oficina. Cuando salíamos al exterior yo me sentía seguro: no tenía que mirar hacia atrás ni a los lados, hasta que me di cuenta de que también me seguían por fuera del país. Si quiero hacer un ‘recorderis’ de mis viajes por Europa, solo tengo que mirar los archivos del DAS y ahí está con quién me vi en Berlín, París y en cada uno de los sitios que pisé”. Frente a la situación, Villalba le pidió a Cancillería que convocara una reunión en la que las personas que asistieran tuvieran capacidad de decisión, y allí responsabilizó al expresidente de lo que pudiese pasarle a él, su familia y los demás integrantes del Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo. “Ese día aplacé mi sentencia”, concluyó.

El Espectador intentó comunicarse con el expresidente Álvaro Uribe para que hablara sobre el testimonio de Villalba, pero no hubo respuesta.

“En los últimos años ha estado muy estresado por el caso Uribe Vélez, además de que ser presidente del Colectivo implica que también esté al frente de asuntos operativos. Así nos toca: estar pendientes de casos sumamente complejos y también revisar si la gente tiene café en la oficina”, dice Soraya Gutiérrez, su colega y compañera en el Colectivo de Abogados. Cuando intentó decir algo que no fuese tan agradable de Reinaldo Villalba, se animó a contar que a veces se peleaban por diferencias de enfoque, pero que siempre las solucionaban “cordialmente”. Que él era muy tranquilo y le quedaba muy difícil mencionar defectos de alguien al que no le veía ninguno, con excepción de las veces en las que la preocupaba por estar visiblemente estresado, triste u ofuscado.

Iván Cepeda dijo algo similar: “No soy una persona susceptible a caer en algún tipo de fanatismo, no es esa mi forma de evaluar a los seres humanos, pero realmente tengo que decirle que no hay nada que me produzca molestia. A él lo admiro esencialmente”. Y Gladys Manrique, su alumna ya mencionada en el texto, dijo que era lo mejor que le había pasado en su infancia, así que al principio ni entendió la pregunta. Concluyó que no, que ojalá no fuese muy entusiasta, pero no podía inventarse cosas. Hollman Morris —quien también fue su cliente tras una demanda que le puso a Álvaro Uribe por sus señalamientos contra Canal Capital (Morris era gerente del canal en el 2016, año en el que se llevó a cabo el plebiscito por la paz) en los que dijo que el medio era “afecto a los intereses del terrorismo”— se lanzó con una sospecha: “Creo que no sabe bailar muy bien”. Su cuñado, Carlos Correal, habló de un hombre al que “se le iba la mano” con las emociones: a veces muy alegre, otras muy bravo y en ocasiones navega en llanto. “Es emotivo al extremo”, agregó, recordando su impresión cuando lo vio por primera vez y contrastó estos rasgos con el joven de pelo largo y pinta descomplicada que estudiaba en la Nacional. Y también se refirió a los extremos con su profesión: según él, a su cuñado hay que frenarlo a la hora de trabajar. “Últimamente ha sacrificado el tiempo con su familia por estar pendiente de sus casos”. Cree que el hermano de su esposa peca por excesos: habló de un hombre “demasiado sencillo”, al que a veces tenían que llamarle la atención para que se arreglara mejor. También contó que cuando “se pasaba” con la comida, nivelaba con un agua con limón.

Como ocurre con Granados, que recibe insultos por ser el abogado de Uribe, Villalba recibe los propios por defender a Cepeda. Al parecer, la posible oscuridad de los abogados penalistas es expuesta con motivo de sus defendidos, pero sus poderes, herramientas y saberes los blindan del desenmascaramiento al que hay que someter a cada ser humano.

Su hijo tal vez (y solo tal vez) se atreva a decir que le reclama por las angustias que, a pesar del esfuerzo, no pudo evitarle: alguna vez, a sus siete años, le preguntó por qué mataban a tantos amigos suyos. Otro día lo vio poniéndose un chaleco antibalas y quiso saber qué era eso. Villalba le dijo que era una faja para corregir la postura y él le preguntó si en esa faja entraban las balas.

“Cuando uno observa que abogados como Reinaldo Villalba privilegian la plata y la mentira en sus actuaciones, concluyo que son el vivo ejemplo de lo que autores como David Kennedy llaman ‘el lado oscuro de la virtud’”, dijo algún político colombiano que, por cuestiones de enfoque y acuerdos previos sobre el tema que se trataría en este perfil, puso algunas condiciones sobre su testimonio que no se pudieron cumplir, así que no autorizó su identificación.

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La relación de Iván Cepeda con el Colectivo de Abogados José Alvear Restrepo podría tener más de 25 años. Desde finales de los años 80 su padre, Manuel Cepeda, sostenía un contacto con los abogados que integraban este grupo. “Suena difícil decirlo de este modo, pero era inminente que asesinaran a mi papá, así que me dijo que si le llegaba a pasar algo, recurriera a ellos. Y así fue: cuando ocurrió el asesinato le pedí al Colectivo que me representara legalmente”. Manuel Cepeda Vargas fue asesinado el 9 de agosto de 1994 por grupos paramilitares como parte del plan de exterminio que padecieron los integrantes de la Unión Patriótica.

Haber elegido a Villalba como abogado “fue una decisión totalmente acertada”, comenta Cepeda. Le confió su caso porque, además de reconocer su experiencia, cree que su relación va mucho más allá de ser cliente-abogado. Entre los dos, según ambos —las palabras que cada uno dijo del otro fueron casi las mismas—, hay una afinidad que los convirtió en amigos. “No solamente atiende mis necesidades legales, sino que también es muy respetuoso de lo que pienso, siento y de mi realidad frente a lo que me ocurre”.

Hablemos de los momentos tensos. De cuando Villalba se pone bravo…

No lo he visto bravo, aunque no le han faltado motivos. Este caso es muy exigente, hay momentos de mucha tensión, ataques de toda índole y siempre he visto cómo se impone la serenidad.

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El día en el que la Corte Suprema de Justicia ordenó la detención domiciliaria del expresidente Álvaro Uribe, 4 de agosto de 2020, Reinaldo Villalba e Iván Cepeda se llamaron, se felicitaron e inmediatamente después se preguntaron cuál sería el próximo paso. Según Cepeda, no hubo triunfalismo ni excesos. “Lo que se impuso fue un principio de realidad”. El día en el que el senador habló para este diario sobre Villalba, estaba planeando comprarle un libro, el regalo de siempre y el que no cambiaría. Hablan casi todos los días sobre los procesos en contra del abogado Diego Cadena, investigado por fraude procesal y soborno a testigos; el representante a la Cámara Álvaro Prada, investigado por soborno y fraude procesal, y el exsenador y expresidente Álvaro Uribe.

Por su parte, Reinaldo Villalba no se distancia de lo que su cliente piensa de él. Sus sentimientos son mutuos y el tono de voz que usa para hablar del senador es casi solemne: “Es un filósofo, es mi amigo y nos convocan los mismos sueños”, además de mencionar que también le preocupa cuando ese grado de compromiso afecta su salud. “Cumplir las expectativas que Iván Cepeda se propone puede ser muy difícil y le genera muchas angustias que yo quisiera que no tuviera”.

Villalba va hablando y, en medio de su seriedad, va soltando píldoras cargadas con un humor inocente y a veces negro, dependiendo de la densidad del tema. Y lo va haciendo con un mate en lugar de café. Hollman Morris dice que bastaría leer los informes de inteligencia del DAS que, según las fuentes tenidas en cuenta para este texto (a excepción de Gladys Manrique), persiguió sistemática y permanentemente a Villalba durante un largo tiempo. Los informes decían que compraba las corbatas en San Victorino, caminaba solo y almorzaba con algún corrientazo, que en algunas ocasiones habrá sido una sopa de pata, un ajiaco o hasta una fritanga, los platos que más le gustan y no puede comer con la frecuencia que quisiera. Él, que no se aguantó más de seis meses como maestro en un colegio de clase media y se devolvió a los de estrato uno y dos, sostiene que su lugar está en la montaña, las escuelas, las audiencias en las que pueda servir para la defensa de los derechos humanos y las salas de alguna casa que pueda alojar a sus amigos y familia.

 

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